martes, 21 de abril de 2015

Mayo vuelve a sonreir

La salud económica de un país podría calibrarse por el boato que se le da a los banquetes de la Primera Comunión. Cuando las cosas van viento popa, verbigracia los años en los que las tarjetas de crédito rezumaban por las costuras de nuestros bolsos, las comuniones rivalizaban con las bodas: menús de sesenta o setenta euros y varias docenas de invitados. Ibas andando por la calle y en cuanto te descuidabas, te cruzabas con una amiga que no veías desde que tenías novio y ¡pataplán!, te invitaba a la Comunión de su hijo. Por supuesto, se celebraba en último hotel de lujo que se había inaugurado para dar cobijo a los dueños de los megayates que se esperaban para la Copa América. Y allá que te ibas tú, a consultar el saldo de cada una de tus tropocientas tarjetas, a ver si rascando un poco de cada una, equipabas a la familia para el evento.
De ahí pasamos a la celebración familiar: poquita cosa, una paella y poco más, que el niño no crea que el dinero llueve del cielo. Te enterabas de que el hijo de tu mejor amiga había tomado la Comunión quince días después: “(…) Hicimos una cosa muy para los de casa porque no nos apetecía todo el rollo ese del hotel”. Y tú asentías con la cabeza y pensabas, ¡uff!, de la que me he librado; si ésta me llega a invitar, me quedo sin peluquería tres meses.
Ahora estamos en un término medio: menús aseados y una lista de invitados muy ajustada. Vamos, lo de toda la vida, lo que nos hicieron a nosotras allá por los años setenta y ochenta.
Lo que no ha cambiado prácticamente nada es el equipamiento familiar: traje de comunión para los niños, vestido de cóctel para la mamá, el papá se pone el mismo traje azul marino de la comunión del mayor y los niños cada uno de un estilo, que ya no se lleva que vayan perfectamente conjuntados.
De moda infantil sabe un rato José Vivó, que acaba de trasladar su tienda de niños Cristina al número 11 de la calle Sorní. La tienda es una monada, con ladrillo cara vista, enormes escaparates de cristal y un montón de luz natural. Jose fue de los primeros que trajo a Valencia firmas que rompían con la tradición de vestir a los bebés de azul y rosa pastel o llenar a las niñas de flores Liberty. En Cristina hay camisetas roqueras, vestidos hippies y pantalones surferos, mochilas de piel con flecos y firmas tan chulas como Stella McCartney Kids, Finder in the nose, Maison Scotch o Bellerose, que arrasa en Centroeuropa. Además, el propio Jose diseña una colección de ropa de ceremonia que huye del típico vestido de comunión pero sin llegar a romper con la tradición. Que vayan monas pero sin excesos.

La que más y la que menos, este mes tiene alguna comunión o boda y eso los diseñadores lo saben. Bárbara Torrijos organizó el viernes un desfile en el Mercado de Colón con toda su colección de primavera: vestidos de cóctel, faldas lápiz, pantalones palazzo de gasa (de esos que parecen faldas pero son pantalón), estampados y color, mucho color.
Las joyas del desfile, de Argimiro Aguilar, fueron piezas muy veraniegas en plata con piedras swarovski moradas, rosas y azules. Esta temporada hay que huir de los grises, chicas. Para muestra, el último escaparate de Lourdes López en Patos: dos vestidos de Azzedine Alaia, uno verde y otro rojo, combinados con bolsos en contraste rojo y verde, ¡una pasada!


Para escaparates, los que montaba Enrique Lodares cuando tenía la tienda en Marqués de Dos Aguas. Lástima que ya no podamos ver sus vestidos de cóctel, aunque sus clientas lo siguen fielmente en el taller de la calle La Paz. Esta semana recibió el premio Aguja Brillante del Gremio de Sastres y Modistas con una cena de gala en el Ateneo Mercantil. Allí estuvo su presidenta, Carmen de Rosa, el presidente de los sastres y modistas, Fran Tochena, y mucha gente del gremio felicitándole.

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